IN MEDIAS RES

 WOODSTOCK


         El gris acantilado a la vista que atraviesa el cristal de la ventana es abismal. Un cielo abarrotado de nubes heladas que sumerge la ciudad en su gélido y brumoso halo, y en él esta se desenvuelve como un preciso mecanismo de la más fina ingeniería: todo fluye, a su ritmo. El humo de un cigarro escapa por una pequeña rendija y se vierte en el aire de la calle, aunque una parte queda e inunda poco a poco el salón, mientras un disco de Serrat arropa a los presentes con su ondulada voz; hoy puede ser un gran día. Tal vez la sentencia sea cierta, o tal vez esta jornada sea igual o peor que las anteriores, todo es cuestión de perspectiva. ¿Será un buen día para el dueño del bar de la esquina, el cual ya no podrá volver a abrir? ¿Dónde se casará Albert ahora? ¿Y los enamorados? No es fácil poner toque de queda al  corazón sin quebrarse en el intento.

La tarde, parca, nace en la agonía de la mañana, envuelta de olor de agria mandarina y del regustillo que devuelve la bilis amarga por el esófago. En este escenario irrumpen con ademán juguetón los pies de una muchacha que, embutidos en unos suaves calcetines, aletean al ritmo de la música. Sus manos nerviosas esbozan trayectorias de diferenciabilidad nula: son el caos huesudo y rosado de un invierno de mantita y peli vuelto estío en los ojos de un aprendiz de poeta enamorado, cuyas venas conducen sangriento magma al solo imaginar el roce de su piel y su cabeza acurrucada en el pecho; hoy podría ser un gran día.

Pasado un rato la chica se levanta y se marcha de la escena, dejando tras de sí a un espantapájaros de carne y hueso. En la solitaria sala, enciende otro cigarro, cuyo humo se dispersa confinado en ella, pues la ventana ahora está cerrada, creando un ambiente de costumbre a las puertas de la siesta. Las frágiles horas vespertinas dan paso a la noche encapotada, cuyo tiempo de cristal refleja tímidamente retales del pasado en los charcos de la acera y el vidrio de los escaparates de las tiendas, ya cerradas. Ya no hay mucho movimiento en la calle en estos momentos del día, pero siempre queda un lugar para las medias almas que quieren ahogarse en silencio. Sin prisa y codeándose con las esquinas, va bordeando el poeta las calles de la ciudad, hasta que en un estrecho callejón se detiene, intranquilo. Mira un instante a su alrededor, disimuladamente, se dirige a un portal de apariencia descuidada, y espera. No mucho después, otro individuo sale y, aunque no se conocen,  amablemente le sostiene la puerta para que pase; seguidamente se marcha, y nuestro hombre comienza a subir las escaleras que hay en el interior, hasta llegar al último piso.

Se mantuvo unos instantes inmóvil, pensativo, frente a la puerta. A continuación, sacó un papel amarillento y ligeramente quemado en una de sus esquinas, que rezaba con una caligrafía muy fina <<Calle La Española, 21, 3°B, Sofía>>.

En efecto, era el lugar; llamó a la puerta y salió un hombre de semblante intimidante que lo observó por un momento para luego apartarse, permitiéndole entrar. No había cruzado aún la línea que formaba el parqué del recibidor con el mármol del rellano cuando la mano del hombre presionó firmemente el pecho del poeta.

-No se puede fumar fuera de las habitaciones- le dijo en una voz baja pero contundente, para luego señalar un vaso de cristal donde unas cuantas colillas flotaban en el agua-.

Un poco nervioso, Esteban -así se llamaba el poeta- se aproximó al mar de colillas que le habían señalado y ahogó su cigarro encendido en él. Con la intención de abandonar a aquel sujeto lo antes posible, se limitó a pronunciar el nombre que yacía en el papel amarillento.

-¿Sofía? -pregunto.

Ligeramente sorprendido de que supiera aquel nombre, el hombre frunció el ceño, señaló al final del pasillo y dijo:

-Última habitación a la derecha.

Al llegar a la habitación, no percibió ningún sonido, así que giró el pomo y esperó, con la puerta entornada.

-Pasa- se escuchó de una voz femenina del interior.

Abrió la puerta y en la cama, sentada en el borde, estaba una muchacha. Ambos parecían conocerse pues, tras el golpe seco de la puerta al cerrarse, el cuarto se sumió en silencio, y sus pupilas bramaban una abismal marabunta de preguntas.

-¿Qué tal? -preguntó la muchacha.

Esteban enmudeció, y por un segundo el nudo que se formó en su garganta le impidió respirar.

-Bien- dijo, casi susurrando, cuando pudo tomar aliento-. Tenía ganas de verte de nuevo, Sofía.

El rostro de la chica esbozó una leve sonrisa. Seguidamente se levantó, echó el pestillo y volvió a la cama, apoyando la espalda sobre el cabecero y sujetando las piernas flexionadas con sus brazos.

Él se quitó las botas, la acompañó y le hizo un gesto con el paquete de Marlboros que traía, a lo que ella, con la cabeza apoyada en su hombro, le dijo

-Mejor compartimos-.

Sacó un cigarrillo, lo prendió y se lo pasó. Sus finos dedos culminados por el negro de sus uñas pintadas lo sujetaron, y acercó aquel mosaico oscuro y candente a la boca.

Alejandro Olivares Rodríguez

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