Take This Waltz
«There's an attic where children are playing
where I've got to lie down with you soon
in a dream of Hungarian lanterns
in the mist of some sweet afternoon
And I'll see what you've chained to your sorrow
all your sheep and your lilies of snow
Ay, ay, ay, ay
take this waltz, take this waltz
with its "I'll never forget you, you know"»
Take this waltz - Leonard Cohen
(Basada en el "Pequeño vals vienés" de Federico García Lorca)
VALSE D'UNE NUIT DE SOUVENIRS
Remando en la memoria reciente, atisbé en la distancia el brillo de un farolillo que ascendía, cuidadosamente, en la oscuridad de la noche, y me apresuré a atraparlo con tal vehemencia que no reparé en el motivo si quiera de mi comportamiento. No era corto el trecho que me separaba de él por lo que, a mitad del camino, paré a descansar en uno de los bancos de madera que lo bordeaban, alentado por el hecho de que la luz se había ido deteniendo a medida que yo avanzaba; a mi parecer, sobraba tiempo. Al ímpetu de apenas quince minutos atrás lo había relevado la tranquilidad confiada que me invitaba a reflexionar ligeramente sobre lo que podía ser aquello, mientras comenzaba a sonar una banda sonora familiar, pero que no conseguía reconocer totalmente. Esa musiquilla tenía un ritmo de vals que intentaba acompañar a mi aún alterada respiración, cosa que al poco tiempo consiguió.
En el instante en el que mi exhalar e inhalar se sincronizaron con el mecer que a mi cabeza se le sugería, una blanca muchacha apareció a mi lado, pero no me produjeron ningún temor ni ella ni su fantasmal estampa, aunque su cuerpo no era obstáculo a la vista en cuanto a lo que tras de sí se encontraba.
No hablaba, mas desprendía un calor inexplicable con solo la mirada de sus traviesos ojos camaleónicos, que contrastaban con el blanco neblinoso de su tez, jugando con una gama de azules, marrones y verdes para sorprenderme en el parpadeo más inesperado. En un momento, su mano derecha posada en su muslo pasó a acariciar la mía, y los nervios paralizaron mis sentidos, lo cual ella aprovechó para acercarse más a mi. Todo era extrañamente familiar; parecía un mero actor poseído por su guión, y este me hizo pasar el brazo izquierdo por detrás de su espalda, a lo que ella respondió abrazando mis manos con las suyas y acurrucándose en mi hombro.
No sé si pasaron minutos u horas, pues por envidia del arcoíris de sus ojos el tiempo quiso jugar también conmigo, fingiendo detenerse en seco, al igual que el vals que en el fondo había estado tocando Dios sabe quién. Solo escuchaba un repiqueteo de sístole y diástole que enmudecía cada palabra que intentaba salir de mi boca, para romper ese silencio que en realidad hablaba por sí solo. Y tanto habló que los dos quisimos ahogarlo, pensando en dibujar un efímero recuerdo en el mínimo espacio que separaba sus labios y los míos. Pero no fuimos nosotros.
Un relámpago de fuego me cegó de repente con su luz y así permanecí durante unos segundos, tras los cuales recuperé la vista para maldecir una y mil veces lo que esta me permitió ver. O más bien, no ver. La muchacha había desaparecido, dejándome de regalo una guirnalda de lágrimas que pronto tornó en rabia e impotencia. Deambulé perdido en mi incomprensión, odiándola a ella y a mi suerte, cuando no la llamaba por todas partes con el alma acuchillando mi garganta en cada grito, en cada grito sin nombre. Ni siquiera sabía su nombre.
Finalmente desistí, y cuando me senté, agotado, ahora lejos del banco de madera, recordé qué me había hecho llegar al lugar, y para intentar olvidar el traumático episodio, retomé lo que había dejado, fijando mi atención en el farolillo que seguía en su eterna subida. No obstante, no volví a correr, pues no tenía fuerzas para ello y, además, ya había asumido que lo alcanzaría sin problemas.
Caminé un largo rato, intentando no pensar en lo ocurrido, y entre el toc-toc de mis zapatos, que miraba mientras martilleaban con el tacón cansado el suelo, se coló de nuevo aquel vals que me había abandonado en el momento oportuno. Debía estar casi al lado del farolillo, y cuando alcé la vista para confirmarlo, así era, pero no estaba solo. La muchacha se encontraba debajo de él, inmóvil, y desprendía un brillo tan débil que contagió a mis piernas, haciéndolas flaquear y a mí caer al frío suelo. Arrodillado y con una tormenta de sentimientos consumiéndome por dentro, necesitaba saber quién era, y tras varios intentos acabados en titubeos conseguí articular con un hilillo roto de voz la angustiada pregunta. Pero no fuimos nosotros.
El farolillo comenzó entonces a bailar lentamente la melodía de esa noche a la vez que, de nuevo, subía hacia el cielo oscuro. Lo acompañaba esta vez mi desconocida, quien se desvanecía poco a poco, a medida que se llevaba con ella algo que dentro de mí dejó un vacío. Pero no era un vacío cualquiera, sino un vacío de recuerdos que nunca volverán porque nunca fueron; un vacío como el que deja grabado un crudo «tal vez» en la lápida gris de la tumba de un iluso «te quiero» olvidado.
No hablaba, mas desprendía un calor inexplicable con solo la mirada de sus traviesos ojos camaleónicos, que contrastaban con el blanco neblinoso de su tez, jugando con una gama de azules, marrones y verdes para sorprenderme en el parpadeo más inesperado. En un momento, su mano derecha posada en su muslo pasó a acariciar la mía, y los nervios paralizaron mis sentidos, lo cual ella aprovechó para acercarse más a mi. Todo era extrañamente familiar; parecía un mero actor poseído por su guión, y este me hizo pasar el brazo izquierdo por detrás de su espalda, a lo que ella respondió abrazando mis manos con las suyas y acurrucándose en mi hombro.
No sé si pasaron minutos u horas, pues por envidia del arcoíris de sus ojos el tiempo quiso jugar también conmigo, fingiendo detenerse en seco, al igual que el vals que en el fondo había estado tocando Dios sabe quién. Solo escuchaba un repiqueteo de sístole y diástole que enmudecía cada palabra que intentaba salir de mi boca, para romper ese silencio que en realidad hablaba por sí solo. Y tanto habló que los dos quisimos ahogarlo, pensando en dibujar un efímero recuerdo en el mínimo espacio que separaba sus labios y los míos. Pero no fuimos nosotros.
Un relámpago de fuego me cegó de repente con su luz y así permanecí durante unos segundos, tras los cuales recuperé la vista para maldecir una y mil veces lo que esta me permitió ver. O más bien, no ver. La muchacha había desaparecido, dejándome de regalo una guirnalda de lágrimas que pronto tornó en rabia e impotencia. Deambulé perdido en mi incomprensión, odiándola a ella y a mi suerte, cuando no la llamaba por todas partes con el alma acuchillando mi garganta en cada grito, en cada grito sin nombre. Ni siquiera sabía su nombre.
Finalmente desistí, y cuando me senté, agotado, ahora lejos del banco de madera, recordé qué me había hecho llegar al lugar, y para intentar olvidar el traumático episodio, retomé lo que había dejado, fijando mi atención en el farolillo que seguía en su eterna subida. No obstante, no volví a correr, pues no tenía fuerzas para ello y, además, ya había asumido que lo alcanzaría sin problemas.
Caminé un largo rato, intentando no pensar en lo ocurrido, y entre el toc-toc de mis zapatos, que miraba mientras martilleaban con el tacón cansado el suelo, se coló de nuevo aquel vals que me había abandonado en el momento oportuno. Debía estar casi al lado del farolillo, y cuando alcé la vista para confirmarlo, así era, pero no estaba solo. La muchacha se encontraba debajo de él, inmóvil, y desprendía un brillo tan débil que contagió a mis piernas, haciéndolas flaquear y a mí caer al frío suelo. Arrodillado y con una tormenta de sentimientos consumiéndome por dentro, necesitaba saber quién era, y tras varios intentos acabados en titubeos conseguí articular con un hilillo roto de voz la angustiada pregunta. Pero no fuimos nosotros.
El farolillo comenzó entonces a bailar lentamente la melodía de esa noche a la vez que, de nuevo, subía hacia el cielo oscuro. Lo acompañaba esta vez mi desconocida, quien se desvanecía poco a poco, a medida que se llevaba con ella algo que dentro de mí dejó un vacío. Pero no era un vacío cualquiera, sino un vacío de recuerdos que nunca volverán porque nunca fueron; un vacío como el que deja grabado un crudo «tal vez» en la lápida gris de la tumba de un iluso «te quiero» olvidado.
Alejandro Olivares Rodríguez
Comentarios
Publicar un comentario