Esos locos bajitos
«Nada ni nadie puede impedir que sufran
que las agujas avancen en el reloj
que decidan por ellos, que se equivoquen
que crezcan y que un día nos digan adiós»
Joan Manuel Serrat - Esos locos bajitos
PIEL DE LUNA
El «tic tac» de un reloj solitario adereza el susurro del nocturno silencio, mientras mil millones de lunares diminutos arropan a una luna redonda que mira, triste, una lejana ventana con rejas negras de metal. Los grillos, en el vano intento de captar la atención de esta, embarcan sobre la brisa periódicos pitidos con unos pequeños silbatos de juguete que guardan bajo sus alas. Pero la luna sigue ensimismada y, por su rostro ceniciento, se resbala una lágrima que al caer hace bailar su reflejo en el agua clara de una fuente.
Su luz dibuja con su ausencia la silueta ensombrecida de una casa de campo, custodiada por las copas de una densa hilera de pinos altos y robustos. Al tiempo en que las hojas puntiagudas realizan erráticas coreografías, los grillos, preocupados, encomiendan a las hormigas una tarea de extrema urgencia.
En un momento, dos centenares de negras patitas bordean un abismal bordillo de piedra y escalan, como si del Everest se tratase, los tres escalones de la entrada de la casa. Pasan, sin llamar, y registran cuanto ven, como diminutos policías, con chaleco y todo. Buscan la sala de la extraña ventana que a la luna entristece, y alguna que otra miga de pan que llevarse como «souvenir» de tan ardua expedición.
Tras interminables travesías llegan a una habitación oscura, que inspeccionan tan bien como la lánguida luz les permite, pero no consiguen ver nada más que una pequeña montañita que sube y baja al compás de unos suaves soplidos.
A la vuelta, cansadas y desanimadas por su fracaso, cuentan a los grillos lo ocurrido, a la par que las manecillas del reloj se ponen de pie, rectas como una estaca: son las seis en punto. Las copas de los pinos avisan con un tenue resplandor de los primeros rayos del sol, que descienden lentamente por ellas. Entonces, de nuevo los ruidosos insectos suplican a sus compañeras que, con la luz del nuevo día, desvelen el misterio que tan en vilo les tiene.
Diez semillas y un par de hojas secas costó convencerlas esta vez, pero al fin, cumpliendo su mandado, volvieron a la habitación de rejas de metal. El sol no había trepado lo suficiente por el cielo, por lo que las doscientas negras patitas se colocaron, expectantes, en frente de la montañita que suspiraba.
No tardó mucho en asomar el primer haz de luz, y fue suficiente. De repente, todas las hormigas comenzaron a correr hacia la calle de tal forma que casi parecían poseídas, en busca de los grillos, para revelarles el secreto.
—¿Qué es lo que a la luna le pasa? —preguntaban una y otra vez, ansiosos, al verlas llegar.
Ninguna fue capaz de describirlo con meras palabras, salvo una hormiga docta en el arte de la rima que, con un pequeño palito, escribió estos versos en la tierra:
A la vuelta, cansadas y desanimadas por su fracaso, cuentan a los grillos lo ocurrido, a la par que las manecillas del reloj se ponen de pie, rectas como una estaca: son las seis en punto. Las copas de los pinos avisan con un tenue resplandor de los primeros rayos del sol, que descienden lentamente por ellas. Entonces, de nuevo los ruidosos insectos suplican a sus compañeras que, con la luz del nuevo día, desvelen el misterio que tan en vilo les tiene.
Diez semillas y un par de hojas secas costó convencerlas esta vez, pero al fin, cumpliendo su mandado, volvieron a la habitación de rejas de metal. El sol no había trepado lo suficiente por el cielo, por lo que las doscientas negras patitas se colocaron, expectantes, en frente de la montañita que suspiraba.
No tardó mucho en asomar el primer haz de luz, y fue suficiente. De repente, todas las hormigas comenzaron a correr hacia la calle de tal forma que casi parecían poseídas, en busca de los grillos, para revelarles el secreto.
—¿Qué es lo que a la luna le pasa? —preguntaban una y otra vez, ansiosos, al verlas llegar.
Ninguna fue capaz de describirlo con meras palabras, salvo una hormiga docta en el arte de la rima que, con un pequeño palito, escribió estos versos en la tierra:
«De metal negro, las rejas
de una pequeña ventana
de una casa, cárcel negra
del llanto de luna amarga
Amarga porque su luz
reflejo de luz solana
no acaricia la ternura
de la piel acurrucada
Piel de luna, suave piel
piel dormida entre las sábanas
entre sueños de papel
con suspirar de montañas
La luna llora en la noche
llora la lunita amarga
porque no puede, no ve
la carita de esmeralda»
Alejandro Olivares Rodríguez
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